CONFESIONES DE UN FANTASMA
Habito en una casa abandonada cuyas paredes luchan contra el tiempo, y mucho tiempo hace que sus últimos habitantes se marcharon. Les recuerdo vagamente, a pesar de que sus rostros se han ido borrando al igual que sus nombres. Y todo es muy confuso, no sé qué hago aquí ni entiendo por qué me han dejado solo y con extraños de rostros incompletos. No conozco a ninguno, no sé quiénes son esas figuras desdibujadas y silenciosas con las que a veces me cruzo. Pero todos son tristes, lentos e incansables a una rutina que solo ellos conocen. Desconozco si siempre estuvieron aquí o soy yo que los he olvidado, pues he olvidado demasiadas cosas.
Pero no he olvidado esta casa en la que habito.
Me acuerdo de cómo era antes de que se desconchasen sus muros y mostrara su
declive. El recuerdo lo invocan breves imágenes que me suscitan otras, tales como
la luz oblicua que se desliza por los muros cuando declina la tarde, o el
destello del sol del mediodía en los cristales de las lámparas de Baccarat. Son
retazos de recuerdos sin continuidad que por un momento me devuelven a un lugar
que conocí; esquejes de una memoria fragmentada que no me permite distinguir si
es real lo que recuerdo, o lo es la circunstancia que ahora se abre ante mí. Podría
decir que nada ha cambiado a mi alrededor, sin embargo, todo me parece
diferente.
Ya nadie cuida del jardín y el
abandono ha invitado a la maleza a invadirlo todo; la fuente se ha secado y los
pájaros ya no se acercan a beber. Mil veces he intentado ocuparme yo mismo de
su cuidado, pero una barrera sólida e invisible me impide dar un paso más allá
de los escalones de la entrada. Al mismo tiempo, he descubierto que al igual
que las sombras silenciosas y aburridas que antes mencioné, también tengo una
rutina de la cual no puedo deshacerme. Doy vueltas por la casa una y otra vez,
siempre el mismo recorrido, y si intento cambiarlo o entrar por una puerta
distinta, al instante me veo transportado al punto de partida. He dejado de
insistir, pues el retroceso es como un fuerte golpe en el centro del pecho y me
resulta harto doloroso. También me resulta imposible llevar a cabo mis prácticas
habituales, siempre hay algo que me lo impide, y a eso se le
une la incapacidad de mi mente para retener más de dos o tres ideas coherentes.
Creo que duermo mucho, a veces
durante largos periodos en los cuales me acoge un limbo frío y oscuro donde no
encuentro ni muerte ni vida. Cuando despierto, lo único que hago es recorrer la
casa, andar y andar… andar y mirar por la ventana, porque todo lo que veo a
través de ella, más allá de esos muros que no puedo abandonar, me habla de una
realidad añorada a la que no puedo acceder, y es de una belleza pasmosa.
Con mi rostro pegado al
cristal, que no se empaña con mi aliento, observo el hipnótico oleaje, el
vaivén de las olas moribundas que llegan a la playa y luego retroceden
despedidas por la arena, pero que siempre regresan renovadas a lamer la costa
ya menguada, por la fuerza de su espuma y los azotes del viento. De vez en
cuando, en mi limitado horizonte aparece algún ser humano, y ver a esos seres
paseando por la playa con la sonrisa y tranquilidad que dan la candidez me
produce tristeza. Yo también caí con frecuencia en trances de entusiasmo para
olvidar lo fútil que es la vida, me afanaba en consumirla con un apetito voraz
y en ejercer mi dominio sobre todo aquello que estaba a mi alcance. La cruel
paradoja es que todo lo hacía para sentirme vivo.
Pero cuando los observo les
envidio, pues aún no les ha sido desvelado que todo es un engaño y que nada
prevalece, de modo que siguen pensando que son libres por derecho, sin darse
cuenta de que la libertad es solo un espejismo; y es también una derrota, porque
no hay antojo ni voluntad capaz de evitar que todo acabe convirtiéndose en nada,
no existe un ancla que sujete al hoy, al instante, y ese ser que pasea por la
playa es solo una partícula de vida que puede ser destruida en cualquier
momento y ya no será nada, solo una huella más en el abstracto cristal del
tiempo.
El hombre es todo y nada a la
vez.
—Supongo que ya lo habrán
adivinado… sí, soy un fantasma, un espectro, un espíritu errático; una larva…
Ahora yo soy nada, soy una
sombra, o tal vez solo soy la memoria de mi propio pensamiento; una imagen
impresa, flotante en el espacio que una vez ocupo mi ser y que también
desaparecerá diluida en el cedazo del tiempo. Un tiempo que desconozco, que no
sé cómo corre ni cuál es su medida y que ya nada significa para mí. Pero sigo
en él, caminando a través de los días, de las estaciones, de los años y los
siglos. La luz del día da paso a la claridad de la noche, el fuego del estío al
blanco del invierno, sin que mi piel acuse cualquiera de esos rigores. Solo hay
tedio.
Sí, soy un fantasma, habito otro espacio y otra
realidad. Comprenderlo me llevó mucho tiempo, a pesar de que todos los signos
indicaran que me ocurría algo muy raro, no fue hasta aquel día en que escuché
el cerrojo de la puerta y a continuación un tropel de voces y risas invadieron mi
casa. Acostumbrado como estaba al silencio y a la paz de la nada, me aterró aquella
intromisión, y desorientado me asomé desde lo alto de la escalera, para ver
quien se atrevía a entrar en mi casa sin permiso profanando mi soledad. Vi
horrorizado como varias personas ya habían traspasado el umbral, entre ellas
dos niños, y una joven que rondaría los diecisiete o dieciocho años. Enseguida
les recriminé su intrusión, les ordené a gritos que se marcharan, les seguí por
la casa manoteando angustiado intentando detenerles cortándoles el paso, empujándoles
o tirando de ellos. Era tal mi desesperación que, si alguien hubiese podido
verme, mi conducta les hubiera parecido de un estudiado patetismo, pero no me
veían ni me escuchaban, todo era inútil, yo no existía para ellos. Solo la joven
advirtió mi presencia y, aunque solo fuera algo muy fugaz, fue revelador. Se detuvo,
y volviéndose me miró a los ojos como si de pronto hubiese advertido mi mano en
su hombro, pero enseguida su mirada se desvió a mi alrededor, paso sobre mí, y
con un gesto de extrañeza me ignoró y se unió de nuevo al grupo.
Fue en aquel preciso instante
cuando cobre conciencia de que algo andaba mal, terriblemente mal.
Los intrusos abrieron los
ventanales del salón dejando que la luz invadiera la estancia, y entonces
sucedió: las sombras y la luz se aliaron en un contraluz, para que una imagen
se reflejara en una de las cristaleras que estaba entornada. Contemplé aquella figura con estupor hasta que
comprendí que el reflejo borroso era yo, pero al mismo tiempo no lo era. Mis facciones se habían deformado sutilmente, también
mis manos, y no sería exacto decir que mi figura era transparente, pero tampoco
era absolutamente sólida. De ese modo adquirí conciencia de lo que era, comprendí
que toda aquella perpetua confusión en la que me desenvolvía, la memoria
borrosa como mi reflejo y la forma regular en que todo se repetía, indicaban
que yo era un espectro, una dispersión de mí mismo atrapada en un bucle
infinito.
Son difíciles de explicar las
emociones de un fantasma, pero si tuviera que definir alguna sensación diría
que fue una mezcla de repulsión y melancolía; y desde algún lugar recóndito
sentí lástima por mí.
Aquellos seres entrometidos ya
nunca se marcharon, trajeron ruido, y sus voces gritonas perturbaron mi paz. Los
oía recorrer la casa, los veía hurgar entre mis cosas mientras yo permanecía
oculto en el desván, refugiándome en las sombras del caos que me habían impuesto.
A veces conseguía vengarme procurándoles el mismo malestar, y era un deleite
asustarles cerrando de golpe una puerta y que sonara como un estampido,
abriendo bruscamente algún cajón y lanzándolo en medio de la habitación, o arañando
las paredes durante la noche. Mi único deseo era espantarles, quería que se
fueran de allí, aunque, a decir verdad, a medida que pasaron los días me fui
acostumbrando a ellos. Me divertía ver el desconcierto en sus rostros cuando
les sorprendía con alguna de mis jugarretas, al menos aliviaban mi aplastante
rutina. Me gustaba especialmente gastarle bromas a la joven, la única para
quien era visible y que incluso podía tocarme. Le escondía las cosas y luego
hacía que aparecieran en el lugar más insólito, o le mezclaba sus juegos de
zapatos, que ella mantenía siempre en perfecto orden. Se enfadaba muchísimo,
pero también se lo tomaba como el juego que era y hasta me retaba poniéndome
trampas. De vez en cuando, yo le dejaba sobre la cama algún regalo, a veces era
una flor silvestre, otras algún libro escondido que por sus medios jamás
hubiera encontrado.
Por uno de estos libros supe que
los fantasmas estamos obligados por una especie de código de honor a esperar a
que nos hablen, y también que son muy pocas las personas que pueden cruzar con
libertad esta línea que separa a los vivos de los muertos y establecer contacto
con alguno de nosotros. Esa fue la razón por la que ninguno de los demás escuchó
mis gritos y súplicas el día que llegaron, solo ella me habló. Se llamaba Odile,
y como yo no recordaba mi nombre, ella a mí me llamaba Sigfrido, decía que era
un buen nombre para un fantasma.
Si es posible que un vivo y el
eco de alguien que ya no vive puedan establecer un vínculo de amistad, incluso
de amor, nosotros lo conseguimos; yo, una entidad que vagaba entre dos mundos,
y ella un ser peculiar que no se sentía a gusto en el suyo. Sin embargo,
aquello no podía salir bien, aquellos dos mundos opuestos coexistían en una
misma casa y los vivos tienen la insana tendencia a estropearlo todo.
Un día, en mi paseo rutinario
por la casa, comprobé con asombro que habían sustituido los antiguos muebles
con los que siempre había convivido. El plástico y los tejidos baratos habían
tomado el lugar de las maderas nobles y los brocados; los cuadros y las
alfombras habían sido desechados, y todo estaba amontonado en el patio
delantero junto con otras pertenecías personales. Con algunas cosas hicieron
una fogata y el resto lo cargaron en un camión destartalado, sin que nada
pudiera hacer para evitarlo, salvo acumular una ira tan poderosa, que al liberarla
fue tan devastadora como un huracán. Lanzó por los aires a muebles y objetos
que se estrellaron contra las paredes haciéndose añicos, mientras todas las
puertas y ventanas batían con fuerza en medio de un estallido de cristales.
Cuando cesó el pandemónium,
contemplé satisfecho el caos que había desatado y me sentí liviano como si me
hubiesen vaciado. Me recreé especialmente en la escena que me ofrecían mis
considerados huéspedes, y que me pareció gloriosa: en el suelo había dos niños aterrados
que lloraban aferrados a la falda de una mujer, la cual yacía desmadejada junto
a la puerta, con una gran astilla de cristal atravesando su garganta. En sus
ojos había el espanto de la muerte, y a su lado un hombre desesperado que
sollozaba mientras intentaba proteger a los niños.
Odile era la única que se
mostraba impasible, permanecía de pie en medio de la habitación, quieta y pálida,
pero serena. Me miró fijamente a los ojos con reproche, y sin mover los labios
me habló desde aquel mundo imaginario que habíamos creado y donde nadie más nos
oía, pero ya no le pude responder. La ira descontrolada que hacía unos
instantes había surgido de mí, había agotado la energía de mi espectro y me quedé
suspendido, perdido en un limbo errático; y esta vez sería por un largo tiempo.
Pero un día, sin saber cómo,
regresé. Me encontré de nuevo en el
desván, y como si despertara de un largo y profundo sueño vagué desorientado
por la casa. Una casa muy distinta a la que había conocido y donde nada quedaba
de mí. Ya no pertenecía a aquel lugar ni él me pertenecía a mí, se me había
desplazado como al rayo de luz que ya no caía oblicuo sobre el muro, sino que
se detenía abruptamente sobre la toldilla de un cenador. Comprendí que mi tiempo
se estaba acabando y di gracias por ello.
No tardé en comprobar que Odile
aún vivía en la casa, la vi cuando pasó junto a mí, y ella debió sentir mi
presencia, pues la vi detenerse confundida y, llevándose una mano a la garganta,
jugueteó inquieta con el collar. La observé largamente antes de decidirme a
confirmarle mi presencia, temía que quizás no me recordara, para ella había
pasado mucho tiempo. Ya no era tan joven, en su pelo había incipientes canas,
unas finas arrugas entristecían su mirada y la huella de la amargura había
marcado con un rictus su expresión. Sus ojos me buscaron anhelantes, pero la mirada
pasó a través de mi sin detenerse; su mano tanteó el aire, pero también
traspaso mi cuerpo sin encontrarme. Yo tampoco podía tocarla, intenté, como
hacía antes, concentrar todas mis fuerzas en ello, pero mis manos solo encontraron
un muro frío. Los dos dábamos vueltas a ciegas tratando de alcanzarnos como en
un baile de dementes; ella sabía que yo estaba allí, pero ya no podía verme ni
sentirme, y yo era incapaz de alcanzarla. «¡¿Dónde estás?! ¡Háblame!», sollozó;
y pasando a través de mí siguió andando, girando, y buscándome.
El contacto con Odile cuando traspasó
mi inmaterialidad había sido breve, pero tan íntimo, que hizo que mi ser incorpóreo
fluctuara con violencia. Sé que ella también lo sintió, porque su cuerpo oscilo
un instante en medio de una sacudida.
Antes dije que resulta difícil
describir como siente un fantasma, por eso de nuevo me siento incapacitado para
hacerlo, pero fue un arrebato de ira y desamparo, sentía un vacío atroz, como
si me hubiesen abierto el pecho y arrancado el corazón. Entonces maldecí lo que
hacía escasos minutos había agradecido, quise desprenderme de aquel sopor que
ahora tiraba de mí demasiado rápido hacia la finitud, pero ya era demasiado
tarde, me estaba apagando lentamente, alejándome de ella de modo irremediable.
Le seguí incansable mientras
mi llama agonizante me lo permitió. Fui testigo de cómo la envolvía la
tristeza, de cómo se encorvaba su cuerpo bajo el peso insufrible del dolor,
pero en ningún momento pude volver a captar su atención. No hubo demora, toda
fuerza que me sostuviera me abandonó; llegó el cansancio, y con él la certeza
de que ya no tardaría en desaparecer definitivamente y para siempre. No
quedaría rastro de mi existencia cuando el aliento plúmbeo del no-ser me dispersara
en el éter.
Odile y yo no pudimos
coincidir en la vida, y tampoco lo haríamos en la muerte.
Recuérdame,
Odile, recuérdame…
***
La eternidad no existe, ni siquiera para un
fantasma, solo existe un modo equivocado de medir el tiempo. Todo tiene fin…
FIN
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