EL INVITADO NO DESEADO
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La
noche era fría. El otoño aquel año se había adelantado, y las gotas de roció que se
helaban sobre los campos a ella le parecían perlas de cristal. Y le seguía
esperando, pacientemente, cada noche, tras la ventana iluminada por la desvaída
luz de la luna y deseando que aquella fuese, por fin, la más brillante de las
noches. Pero el corazón se le rompía cada día un poco más al ver que no
regresaba. Aquella noche los cristales se estremecían por el frio, y sobre el
alféizar colocó una vela encendida, para indicarle el camino.
Habían pasado dos semanas desde que él abandonara el mundo de los vivos. Se lo había llevado una delicada enfermedad que los separó demasiado pronto de la forma más cruel. Ambos sabían que tarde o temprano sucedería, de nada habían servido los rezos y las novenas, e inútiles fueron los remedios de la ciencia. De modo que, aferrados a la ilusión de que su unión era inquebrantable se hicieron un juramento: ella siempre le esperaría, y él regresaría todas las noches desde la tumba a su cama en busca de sus besos, sin embargo, las noches se sucedían y él no volvía.
Desesperada y reuniendo todo el valor que le quedaba, la condesa acudió a los sortilegios de una anciana muy sabia pero también maliciosa, quien precisó que el rito debía realizarse la noche de difuntos, cuando caen los candados de las puertas que separan a los vivos de los muertos. Los designios de la anciana le perturbaron, y el precio que debía pagar para que aquella fuese la noche de las noches le heló la sangre, pero sin dudar aceptó el acuerdo.
Cuando
en el carrillón del vestíbulo sonaron las tristes y pausadas campanadas que
anunciaban la medianoche, la joven preparó el hechizo a la luz de las velas,
pronunció el terrible voto que se le exigía e hizo la invocación con voz
temblorosa, sin advertir la impertinente visita de una polilla, que fue
a posarse sobre los elementos del conjuro alterándolo fatalmente.
—¿No
vas a venir esta noche, amor? —rogaba ella fijando la mirada en el cercano
cementerio—. La casa está desierta y mi cama fría, ¿tan densas son las sombras
de la tumba que los muertos olvidan sus juramentos? —Se lamentaba y amargas
lágrimas corrían por sus mejillas.
Decepcionada,
agotada por el dolor y el llanto, al fin corrió las cortinas y se durmió con un
sueño febril y vacilante. Entre los vapores del duermevela, le pareció escuchar a
lo lejos el ruido de una losa pesada al ser empujada y una voz ahogada
pronunciando su nombre.
—Habrá
sido el viento —se dijo a sí misma e intentó tranquilizarse.
Pero instantes después escuchó nítidamente un fuerte
golpe en la puerta de la entrada principal, tras él, sonaron los chirridos de
las bisagras de todas las puertas, una tras otra, que conducían a su dormitorio.
Ya no era el producto de un sueño, ni era el viento susurrando por las grietas,
eran reales los pasos que se acercaban amortiguados por las alfombras.
Entonces, temblorosa y con el corazón latiendo con violencia exclamo:
—¿Eres
tú, amor mío? ¡Oh, sabía que vendrías!
Podía
oír su respiración en la oscuridad, sentía como se acercaba… y anhelante
extendió los brazos doloridos por las ansias de abrazarle, ignorando que el
invocado no era su amado, sino que había despertado a un ser que jamás debió
ser molestado.
—Ven…
—le dijo invitadora recostando la cabeza sobre la almohada. Sonreía y el rubor
coloreaba sus mejillas.
Los pasos se detuvieron a los pies de la cama,
escuchó un roce de ropajes entre las sabanas y se le borró la sonrisa al sentir
un suspiro pestilente sobre su cara. El ser se había acercado lo suficiente
para que la luz de la luna ofreciera un claroscuro de su imagen y, al ver su
rostro, que no era el de su amado, sino el de una criatura de facciones
tumefactas y ojos ferales, un sudor frio cubrió todo su cuerpo, se le congeló
la sonrisa, el rubor dio paso a la lividez, y con todo su ser crispado vio como
se abría aquella boca de pesadilla desvelando un coro de dientes afilados, por
los que se escurría una baba sanguinolenta. En aquel momento, enloquecida por
el terror, se descoyuntó la mandíbula en el vano intento de lanzar un grito que se atascó en su garganta.
Se
hizo el silencio. Solo se escuchaba en la lejanía el solemne doblar de las
campanas por las almas de los difuntos.
A
la mañana siguiente hubo un gran revuelo en el cementerio. El guardián encontró
abierta la puerta del panteón y la losa de uno de los sarcófagos había sido
retirada. No muy lejos, otra tumba más modesta apareció profanada, la lápida
estaba partida y al hundirse había roto el féretro dejando al descubierto un
cadáver que solo llevaba enterrado unas pocas semanas. Le habían aplastado el
cráneo, tenía el pecho abierto y junto a su putrefacto corazón descansaba ahora
otro, reciente y fresco.
—¡Ha
vuelto! ¡La bestia ha vuelto! —La alarma corrió de boca en boca y el miedo los
devolvió a todos a sus casas. Atrancaron puertas y ventanas temiendo la llegada
de la noche y con ella la ronda siniestra.
Cuando la doncella entró en la habitación, para despertar a la joven condesa y avisarla del peligro, la encontró rígida, con los brazos extendidos y las manos crispadas; la cara contraída en una espantosa mueca, los ojos desencajados, su pelo había encanecido por completo y estaba seca, vacía, como si no quedara una sola gota de sangre en su cuerpo. El pánico hizo presa en la doncella al ver en el pecho de su señora el gran hueco, por donde le había sido arrancado el corazón.
Algo
podrido y triunfante se arrastró por las calles durante un tiempo antes de regresar al cementerio, saciado por la sangre. Todo estaba de nuevo como debía
estar, en su lugar, y ahora descansaría hasta ser de nuevo despertado.
Nada
se movía, pero todo cambiaba, él solo iba y venía por caprichos que no eran los
suyos.
FIN
muy interesante y amable para su lectura
ResponderEliminarGracias.
EliminarSiempre terminamos perdiendo el corazón!
ResponderEliminarCierto. Gracias por leer.
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