¡NO SALGAS DEL CAMINO!
Para
Marcus desoír los consejos siempre fue un evangelio, admitía que las
advertencias eran ciertas, su instinto sabía muy bien adonde iba cuando decidía
cruzar la frontera con lo desconocido, aventurarse a ello era encontrarse con
alguna versión de la muerte, pero en realidad, era precisamente eso lo que le
atraía.
La
dureza del camino había pulido y forjado su carácter, de modo que, a mitad de
este, extendió una alfombra roja y estableció un juego retórico con esa especie
de diablo que llevaba en su interior, el único al que escuchaba, del único que
aceptaba reflexiones; él le expresaba sus deseos, Marcus los cumplía con
premura y el pago excedía siempre las expectativas.
Tomó
otro sendero, se desvió de aquel por el que marchan los pregoneros y aprendió a
ejercer un férreo control sobre sus pasiones, disciplina indispensable si
quería arbitrar entre lo que era bueno o era malo para él. Convirtió sus
estigmas en virtudes y no dudó en utilizarlas para lograr sus propios fines, ignoró
las exhortaciones que crepitaban en su mente amaestrada y puso en práctica las
truculencias aprendidas, para distinguir con facilidad a las presas más
adecuadas. Ya no le importaba nada el sufrimiento ajeno, no podía verlo con
piedad; todas las personas que había conocido en su vida daban asco, le habían
puesto prisiones en cada esquina, alimentando sin saber, un odio que la serpiente que se
arrastraba en su pecho cuidó con devoción. Un día fue el yunque que aguantó los
golpes, ahora sería el martillo y no tendría clemencia.
Se
aisló en un castillo cerca de un cruce de caminos, en el encerró múltiples
trampas y cámaras siniestras, y allí comprendió que la soledad es un paraíso
oscuro y torvo donde pocos saben deleitarse con sus frutos, esos que desde ese
lugar de su alma tenebrosa supuraron maldad. Luego prendió fuego a todas esas
verdades que se anulan y bailan fatuas, se desvanecían con el humo mientras él
se disponía a convertirse en hospedero de todos los viajeros extraviados en los
caminos. Sobre ellos escupió el odio como lava ardiente, destruyó sus mentes,
destrozó sus entrañas, pero siempre con un brindis acompañó al último féretro.
Es fácil adivinar que todos aquellos incautos reconocieron las señales cuando estaban a
punto de salirse del camino, pero como él, se burlaron de la correspondencia
entre el acto y la consecuencia, y llamaron a la puerta. Las sombras les
tentaron a adentrarse donde estaba lo peligroso, donde moraba lo desconcertante, porque
quien se cruzaba con Marcus ya no podía desviar el rumbo. Nadie supo verle al
lobo los colmillos.
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