EL BOSQUE

 


 

El bosque que trepa por la ladera de la montaña no tiene nombre ni tampoco el valle que deja a sus pies. Nadie menciona esos parajes ni hay camino hecho por el hombre que conduzca hasta ellos. Nadie se aventura en su verde profundidad donde se mueven luces extrañas y hay voces que susurran, confundiendo al viajero, que irremediablemente se pierde.

Sobre el bosque flota una pátina de perversidad. Nada vive allí salvo plantas extrañas y árboles heridos que han adoptado formas repulsivas, como cadáveres contorsionados por una muerte repentina. Desde que sus raíces absorbieron la sangre que encharcó aquellas tierras, derramada en una antigua batalla, la vida en la floresta se derrama sanguinolenta. Las plantas palpitan como si un torrente sanguíneo corriera desde sus tallos hasta sus hojas, y las ramas de los árboles han crecido desmesuradamente trenzando en lo alto un techo, que ha encerrado al bosque en un recinto angustioso. Ciertamente, no es un lugar agradable para pasear. El aire se espesa a medida que uno se adentra y en la atmosfera flota un hálito maloliente.

Hay algo extraño en el bosque que se inmiscuye en la realidad, algo antinatural en la forma en que se puede sentir, oler y ver en un más allá de los sentidos. Telarañas de bruma fluctúan en torno a los árboles, sisean como almas vagando en busca de algún infierno. Y el audaz viajero que penetra en sus dominios tiene la sensación de que una gran mueca macabra flota vigilante sobre él.

Puede confundir e incluso apabullar el verdor exuberante de la vegetación que ha dado el suelo de tierra roja y fértil, pero tras esa explosión de vida hay algo más que uno siente aproximarse, no es algo físico, sino una amenaza cautelosa, persistente como un aliento detestable. Es entonces cuando la contemplación curiosa se convierte en vértigo, en ese miedo agudo que desencadena lo desconocido.

El bosque absorbe. El caminante pronto se da cuenta de que no puede desandar el camino, que una fuerza intangible tira de él y le tienta ofreciéndole sus secretos, que son tantos y tan inauditos. Es un magnetismo más poderoso que el miedo, y es por lo que es peligroso abandonarse a la fascinación de satisfacer alguna necesidad estética, pues a cada paso se alza ante la vista un nuevo prodigio; unas veces en forma de insecto de proporciones imposibles y repugnantes; otras son los colores sugerentes de algún helecho gigantesco por cuyas hojas resbalan sustancias humeantes de aspecto ponzoñoso. Pero si hay un lugar en ese bosque en el que se concentra todo el misterio y un poder que hipnotiza, es la poza que hay en el fondo de la hondonada. Sus aguas estancadas son verdosas, flota sobre ellas un vaho fosforescente, y se asoman desde sus márgenes un grupo de tejos muy viejos, llenos de cicatrices en sus cortezas. De sus ramas penden frutos de un rojo intenso y viscoso de los que emana un aroma inesperadamente fresco y agradable, un bálsamo para los sentidos. Allí el aire es frio, pero inerte, como desmayado; la tierra está caliente, se agita temblorosa, obscenamente viva, tal que en su interior hubiese algún ser deleznable pugnando por salir. En este enclave, los pocos viajeros que han regresado cuentan haber sido testigos de cruentos ritos bautismales, aseguran haber escuchado el tristísimo tañido de una campana acompañado de una lúgubre salmodia, y haber sentido un latido, una sístole inmensa que contrae el bosque, un corazón donde se gesta un indefinido mal antiguo, retorciéndose sobre sí mismo en un éter enfebrecido y arrastrándose sibilino.

No conviene permanecer en el bosque cuando la tarde muere, porque toda la muerte que ha absorbido en sus entrañas desde que la sangre fue su abono atrae a lo extraño y a lo envilecido, ¿quién sabe a qué otros horrores podría llamar la oscuridad de su noche? Pero todo son conjeturas e imágenes ilusorias impresas en el vacío. Es la sugestión del viajero lo que le lleva a perderse o a mutilarse, tal vez intoxicado por los efluvios venenosos de los frutos del tejo que transformaron la realidad. Pero, aun así, no puede negarse que el bosque que trepa por la ladera de la montaña tiene una entidad propia que se puede sentir, casi tocar, pero es difícil de concretar. Es cierto que sus manifestaciones son malignas, que el aire que se respira en sus dominios no es limpio, pero no ataca directamente, se diría que es ajeno a la existencia humana, que todo transcurre de forma cotidiana rayana en la repetición y la presencia de un caminante le resulta indiferente. Sin embargo, llegados a este punto, no puedo evitar que la piel se me estremezca en un escalofrío, al recordar la sombra informe que se abatió sobre la poza y aquellos ojos inteligentes en un rostro de serpiente.

 

 

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