LA PLAGA
«No sé si alguna vez existió ese mundo,
flotando a la deriva en las aguas del tiempo.
A menudo lo he visto con su bruma púrpura,
parpadeando en el abismo de algún sueño vago.»
Howard Phillips Lovecraft
Durante un tiempo la
ignorancia abonó el desastre. Todos siguieron con sus quehaceres y sus costumbres sin que nadie se diera cuenta de que un crepúsculo gris se cernía inclemente
sobre ellos, hasta que fue demasiado tarde y acaparó todas las horas del día y
de la noche. Sobre todos los tejados de la ciudad, la araña tejió sus telarañas
y preparó el camino para su progenie.
El miedo llegó de
repente, cuando el crepúsculo fantasmal se detuvo sobre la ciudad y sus calles
se impregnaron de veneno, de ampollas que al eclosionar liberaron a millones de
diminutas arañas que corrieron en todas direcciones
alfombrando las calles y avenidas. Los transeúntes huyeron despavoridos, pero muchos quedaron paralizados en el intento, por el veneno pegajoso como una baba que se adhirió a su piel y posteriormente fueron devorados. Entonces el pánico se
apoderó de la población. Se escondieron en sus casas, cerraron todas las
puertas, y las ventanas se iluminaron al exterior donde todo era de un gris
purulento. Eludieron toda obligación, renunciaron a sus hábitos y desatendieron
cualquier responsabilidad que horas antes fuera vital, porque poner un pie
fuera de la protección que ofrecían sus hogares significaba encontrarse con la
muerte.
Rodeados por una
opacidad confusa y por hordas de espantosas arañas amontonándose en los portales
y cubriendo como un manto cualquier cosa que encontraran a su paso, esperaron a que solo se tratara de una ilusión que pronto se evaporaría; luego confiaron en
que el ciclo natural se llevaría la plaga, pero esperaron y llego el frio,
esperaron y llegó el hambre y la plaga no se iba. La plaga siguió afuera
acorralándolos en su incesante movimiento. Finalmente llegó la angustia que
produce lo que no puede ser asimilado con facilidad.
La enfermedad y la
locura se extendieron tanto en los más suntuosos salones como en la más humilde
de las habitaciones, porque nadie soportaba contemplar como las arañas envolvían
la ciudad con hilos de seda mortífera, y la alarma se propagaba de casa en casa al ver como tejían sus redes
gigantescas. Pronto ya no hubo lugar más que para un miedo extenuante que les obligó a cerrar los postigos y
recluirse en su miseria. Sin la luz amarillenta de las ventanas, la ciudad se
quedó a oscuras y la plaga pareció enardecerse más en la oscuridad. La escuchaban trepar por
los muros, no dejó hueco donde no se sintiera su presencia ni rincón donde
librarse de su zumbido persistente. A veces, algo maligno se filtraba por las
rendijas, el ojo captaba un movimiento rápido, como de una sombra que se deslizase por la pared, o durante la noche se escuchaba un rasguño debajo de la cama. Todo ello se percibía, aunque no pudiera verse, como el hedor nauseabundo
que desde a calle subía caliente como llamas. El horror que habitaba fuera
también se instaló dentro sumiendo a todos en una pesadilla de la que no podían despertar.
El miedo y el hambre son
los peores enemigos. El miedo paraliza y el hambre impulsa a actuar de forma
temeraria y, aunque ambos aguzan el ingenio, causaron estragos en aquellas
pobres gentes para las que la realidad estaba deformada, para los que la
amenaza era tan aterradora, tan lejos de cualquier otra cosa conocida que,
aunque el peligro era y estaba, no podían concebirlo en toda su magnitud y mucho
menos luchar con ello. No eran más que espectadores. Pero era tan acuciante la necesidad
de salir a buscar algo de comer que algunos se aventuraban a la calle
aprovechando el tiempo en que la plaga parecía detenerse y acallaba su
salmodia. Eso ocurría más o menos cada dos días. No se sabía a dónde iban las
arañas ni donde se escondían, pero durante un intervalo de no menos de una hora
desaparecían. Sin embargo, la conmoción que sufrían les mantenía, en cierto
modo, ajenos a la realidad que pendía sobre ellos, olvidando que el verdadero
peligro no estaba en aquellas negras huestes insectoides que recorrían
incansablemente las calles convirtiéndolas en ríos de inmundicia, sino que,
sobre todos ellos, desde los tejados vigilaba la artífice de todo aquel delirio,
insomne siempre. No importaba cual fuese la estrategia utilizada, el resultado
era siempre el mismo: antes de que pudiesen darse cuenta de lo que estaba
ocurriendo quedaban enredados en las lianas de seda pegajosa que descendían de
la red inmensa que, como una bóveda, la Madre Araña había tejido sobre la ciudad.
Se elevaba entonces un sonido agudo, desagradablemente chirriante que el eco convertía
en eterno. Era el modo en que mama araña convocaba a su progenie al banquete. Las
victimas inmovilizadas, envueltas como larvas a punto de ser engullidas,
escuchaban con terror creciente como se acercaba el zumbido de la muerte. Poco
después, la plaga lo llenaba todo y los alaridos de aquellos pobres
desgraciados se unían a los chillidos de júbilo de la araña. En pocos minutos, solo
quedaban huesos descarnados y sanguinolentos suspendidos en un macabro
balanceo.
En contadas ocasiones
alguno conseguía escapar, pero entre sus ropas o en su pelo un huésped no
invitado regresaba con él a su hogar. Una vez allí, con sigilo se introducía en
el organismo de todos los habitantes de la casa, uno a uno, y dentro de cada
uno de ellos desovaba. Días después el cuerpo se hinchaba, la piel se cubría de pústulas que al
reventar expulsaban una miríada de nuevas arañas. Sobrevenía entonces una muerte
terrible. Ante tal espanto, pronto abandonaron la esperanza de cualquier otro
intento y, arrinconados en sus casas, se convirtieron en reos condenados a
muerte por el hambre que seguía arreciando. Los pobres desdichados no podían hacer otra cosa que recurrir al instinto de supervivencia, el
único capaz de salvar al hombre y que levanta las orejas cuando los patrones de
comportamiento se invierten por fuerzas ajenas, cuando lo cotidiano se
desordena y el caos lo ocupa todo. Con la necesidad y el miedo royendo sus
entrañas regresaron a un estado primordial de comportamientos atávicos, surgió
de forma espontánea y colectiva la memoria ancestral cuando comprendieron que el dios al que rezaban no se apiadaría de
ellos. Conjuraron
el pasado con el presente e inventaron nuevos ritos, del mismo modo que el hombre en sus albores inventó
a los dioses para que le protegiera de los fenómenos que su razón no comprendía
o para obtener consuelo a su angustia ante la muerte. Establecieron un culto nuevo y una nueva fe en la que refugiarse y poder suplicar un alivio para sus
miserias, un dogma basado en el apoyo a los demás, en el favor y en el
altruismo... pero que en realidad escondía los bajos instintos comunes a todo ser
humano —solo hay que tocar el resorte adecuado para que afloren—, y convirtieron en siniestra la atmósfera de todos los hogares. La recién inaugurada
doctrina obligaba al miembro más longevo de la familia a sacrificarse para que
el resto no muriera de hambre. Los que se negaban eran asesinados sin ninguna
compasión y sus cadáveres entregados a la plaga en holocausto. En su desviado
fervor afirmaban que su carne ya no era digna, estaba corrompida por el demonio
del egoísmo, pues la norma dictaba que el elegido debía morir por propia
voluntad. Estas crueles escenas como visiones del infierno se repetían en todas
las casas con frecuencia, el espacio de tiempo se acortaba cada vez más entre
los episodios de gritos desgarradores, de llantos y de rezos antes de comer. Alguien
me dijo una vez que la carne humana crea adicción.
Y no cesaba el retumbar
de la plaga en el exterior, y en el interior el tiempo se prolongaba entre el
sueño y una intranquila vigilia, para los que aún seguían con vida. Nadie era
capaz de precisar si habían pasado días o semanas, tenían los sentidos
perturbados por una invasión que ya no era solo de su ciudad y de sus vidas,
sino que tal vez ya para siempre de sus almas. El mundo que conocían se
disolvía mientras contemplaban a diario como sus padres, sus hijos, sus
hermanos y sus abuelos morían de las formas más terribles. Sabedores de que en
cualquier momento podría llegar su turno, de que las dos únicas salidas eran entregarse
a la plaga o morir a manos de los suyos y por los suyos, se resignaron a
sobrevivir penosamente y muchos de ellos enloquecieron.
Un día, sin dar indicios, la plaga se marchó de la ciudad del mismo modo en que llegó. Los habitantes, con la mente entumecida,
tardaron en darse cuenta de que había cesado el sonido insistente de millones
de patas correteando por los tejados y las paredes. Habían soportado la tortura
durante tanto tiempo que al hacerse el silencio pensaron por un momento que
se habían quedado sordos. Nadie se movió, nadie dijo una palabra, prestaron
atención temerosos de algo peor. Pero no sucedió nada, solo escucharon
sorprendidos las campanadas del reloj del ayuntamiento del que habían olvidado la existencia, enterrado el sonido de su computo del tiempo bajo el zumbido de la plaga. Y ese sonido fue lo que les despertó. Poco a poco, entreabrieron los
postigos a la intromisión de la luz que les reveló la sordidez en que se
encontraban, diluyó las sombras fantasmales y lo bañó todo de una extraña tibieza.
Con cautela fueron saliendo de sus casas a un mundo antes inexistente, un
espacio ahora inhóspito en el que no reconocían su ciudad. Todo estaba cubierto por
un polvo denso y resguardado por un cielo amarillo que se cernía sobre ellos y
alcanzaba el infinito. La plaga se había marchado, sí, pero atrás había dejado
una ciudad de pesadilla. Tal vez no fuera la única, quien sabe a dónde se
dirigía y cuál sería el lugar elegido para criar de nuevo a su prole. Una
combinación de miedo, rechazo y asombro se reflejaba en todas las caras y no
fueron pocos los que se echaron a llorar a la vista de los estragos que había
causado. Los edificios o bien se habían desmoronado o sus muros presentaban un
aspecto agrietado y envejecido como si los siglos se hubieran arrastrado sobre
ellos. De entre el polvo acumulado en el suelo asomaban diversos objetos
abandonados, todos ellos cotidianos y por ello más siniestros pues provocaban un
desajuste con la realidad, como aquel carro de supermercado volcado en una
esquina y que de su abollado armazón goteaba una indefinible sustancia, o como
los semáforos que, ajenos a la desolación, seguían alumbrando con su luz
parpadeante un paisaje que había perdido su imagen original. Alguien señaló con
dedo tembloroso la existencia de restos de cadáveres entre aquel maremágnum,
pero la expresión de los rostros de los supervivientes allí congregados ya no
sufrieron cambio alguno.
No tardaron en unirse
en grupos y a hablar entre ellos en susurros, intercambiando conjeturas sobre
lo ocurrido. Se habló de castigos divinos, de guerras secretas, incluso de invasiones
extraterrestres. Pero pronto se dieron cuenta de que no existían respuestas y
de que había silencio y oscuridad detrás de demasiadas ventanas. Y se callaron,
y esperaron sin saber lo que esperaban.
Puede ocurrir que
después de una tragedia las percepciones sufran cambios o que el individuo se
sumerja en el estupor. La mente se pierde en un remolino donde lo irreal se
mezcla con lo real, incluso lo más fantasioso tiene cabida para el que ha
sobrevivido a un infierno. Los supervivientes de la plaga, débiles
de cuerpo y de mente, se hallaban extraviados en una negrura profunda en la que
ya no se reconocían a sí mismos, por tanto, es probable que el sonido que
escucharon de trompetas, de marcha triunfal compuesta de lamentos y el
estruendo de pisadas hollando el maltratado pavimento no fuera más que un
producto de la imaginación. Real o imaginario, el caso es que asistieron como
espectadores a una delirante pesadilla. Vieron desfilar un cortejo siniestro comandado al frente por un ser excepcionalmente alto, de facciones cadavéricas y
envuelto en una mortaja negra como negras eran las alas que desplegó exhibiendo
su augusta soberbia. Iba montado en un caballo negro de horrenda mirada humana, de erizadas
crines, y les seguía un sequito de pequeñas criaturas extrañas, contrahechas, sin rostro, y encadenadas unas con otras formando una hilera. Detrás de ellos cerrando el cortejo desfilaban lo que parecían ser monjes con el rostro velado por
las capuchas, portaban sobre sus hombros ataúdes viejos y resquebrajados, con
aspecto de haber sido desenterrados recientemente y por cuyas roturas asomaban
huesos ennegrecidos. Entre todos ellos y sin mantener orden alguno, un enano
jorobado vestido de bufón recogía del suelo los huesos humanos que la araña
había escupido y los metía en un saco. A cada nueva pieza lo celebraba con un
baile grotesco alrededor de su tétrico señor y afectadas reverencias; luego,
continuaba con su labor.
Cuando la comitiva
llegó a la altura del centenar de hombres, mujeres y niños que esperaban allí
de pie, hundidos en la ruina, el ser alado dio la orden de parar. Se hizo un
silencio sepulcral mientras estudiaba los rostros vacíos de esperanza, mientras
olisqueaba su inmundicia y sopesaba que valor podían ofrecerle. Por fin, el
caballo infernal pateó el suelo con impaciencia, entonces el ser, fuese un
demonio o fuese el ángel de la muerte, batió con fuerza las alas y abriendo los
brazos en un gesto paternal les invitó a unirse a su corte. Al principio
dudaron, pero después de que alguien diera el primer paso, uno tras otro,
arrastrando los pies se fueron incorporando al cortejo. Nada quedaba de su
mundo que ahora parecía un decorado espectral, para ellos ya no habría más
veranos ni conocerían gélidos inviernos, solamente la oscuridad, que es el
reino de la muerte; escarcha y odio en un eterno deambular por un mundo regido
por el caos.
La comitiva se alejó, y
de lejos se escuchaba su fanfarria de bronce convocando a la celebración.
O tal vez todo ocurrió
en el transcurso del sueño de una noche eterna. Porque es imposible buscarle el
sentido al verdadero horror, es aleatorio y llega sin avisar.
FIN
Imagen principal: Stephen Mackey
Resto de imágenes: Zdzisław Beksínski
Este relato es mi favorito, aunque de todos he disfrutado!
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